(c) Castillo de Cuéllar. Fotografía: José Luis Molina. |
Quizá sólo fuese
una temporal emoción
o la necesidad de
no contar el tiempo
lo que le hizo,
posesión exquisita, abrir
el libro que
apretaba en la mano, negra
la encuadernación
como si un jade deviniese
en boca de lobo,
como si el ópalo figurase
en el silencio sin
huellas, como el cuadro
barroco de una
beata amante de la feminidad,
abrir el libro
como efecto fatídico, como si
el centinela
impidiese al centauro empuñar
su lanza,
protomártir por la roca de Cirene
que quiso coger cuando
se rasgó la hoja
y se hizo arena
que lo enterró en vida.
Jamás tomó el tren
que esperaba para el viaje
por el alfabeto de
los sueños olvidados,
por el correlato
risueño de la imaginación,
por el santuario
de los lamentos sin luz,
es más, en el suelo
quedó, como si fuese
el resto de un
legendario mundo sin averno,
el libro de versos
que gemía convencionales
motivos: esencia
de retama, dije de oro.
Porque los mitos
ya no estaban en el género:
acogido su
espíritu, no te sabría decir,
si al tiempo de
que el cuerpo fuese lividez
o concreta
circunstancia intempestiva,
Palinuro pedía a
Eneas salir de nuevo
al mundo para que
alguien recogiese su cuerpo
insepulto e
hiciese una hecatombe para descansar
en paz el resto de
su muerte.
Nadie jamás halló de
nuevo la nave porque
la Sibila de Cumas
la varó junto al templo
de los ángeles
bucinadores del oboe,
a la espalda de la
precaria Plazuela de las
Obediencias, lejos
del mar del castigo.
No, no tenía que
haber ocupado dicho lugar,
ni esperar a la
hora sepia de la media tarde
para iniciar el
regreso mientras nadie sabía
de su tristeza y
todo parecía feliz y duradero,
quizá aquella fuese
la luz que luce el tren
cada vez que
inicia el ritmo mítico
que simboliza el
no retorno, la desolación,
el sueño eterno. Ya
tengo este yo para hablar
veladamente porque
la circunstancia une
la presencia y la
ausencia y hablo
con el misterio de
la muerte porque la vida
de la muerte es
cada una de las palabras
que se dicen a la
madre nada más despertar,
las palabras que
en el infierno terrenal
no se le confiaron,
las que quisiste pronunciar
felizmente y las
que a ella le hubiera gustado
responder, aunque
con sólo su mirada
ya se sabía qué
quería significar, mi madre muerta
está más en mí que
mi madre amada estaba
en la vida terrenal
y esto es una
sensación que no se acaba nunca.
Ojalá mi mano
proteja su sueño eterno.
Mas desconozco
si el sismo –la
nada– la levantó de su lugar para conocer
por sí misma, al
punto, que nos había respetado la muerte.
Tampoco ha llegado
a mis oídos si yace otra vez
con el ángel del
licor oscuro por compaña.
Ando ahora un poco
más triste porque ha de pasar
más tiempo para
que el encuentro junte
lo
que Dios separó porque le había llegado la edad.
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