Sobre la bruma repentina
surgida, gris,
en el azulado mar de las
gaviotas torpes,
aparece un agua plácida y
fresca. Es
la gracia salobre de una
virginal diosa
de la tramontana. Apenas se
acerca
la vista al horizonte que se
balancea
como si perdiese la línea
recta celeste
y cobijadora. Desde la
orilla, la arena
simula un desierto de
pequeñas dunas
formadas por un aura
vacilante. Su huella
en la playa permanece y
borra la sombra
de la pisada temprana,
cuando los celajes
aún son los dueños mágicos
de la aurora.
Traspone la altura del
collado un negror
rosicler que, a poco, ya es
el sol reinante
viajero en el carro de
Faetón. Es grata
el agua de temperatura
acorde con los
cuerpos de septiembre. Se
sumergen
a la espera de la beatitud,
durante el largo
parloteo de urracas sin
sentido, cada una
en su drama. Son pequeñas
cosas las que
acumulan ratos felices, a la
espera de la
inmediata desazón. Esta es
la crónica de
esta mañana suave iniciada
antes de que
la luz fuese poesía. Dios
quiera que toda
la inquietud de hoy sea pasar
el día
en el silencio de las cosas
trascendentes.
José Luis Molina Martínez
Águilas, 10 septiembre 2012
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