Almendros (Rosique, hacia 1970) |
Ha llovido una cálida agua cencellada
sobre el maldito agosto de
la agitación
febril, sin sentido,
desaforada. Nada
se acaba, nada concluye de
seguido,
sino en una destrucción
lenta, como si
un arado tirado por bueyes
roturase
tierras abruptas de la
ladera montañosa.
En ellas, el verdor es un
oasis inédito
Junto a una oscura casa de
labor en cuya
geografía unos pinos dan
sombra
al sosiego de las palomas,
al cadente son
de las alacenas en donde se
esconden
los hoscos secretos
familiares. Sales al
portal, con las manos tapas
el reverbero
del mediodía, cuando se
barbechan
las tierras secas,
polvorientas, agrietadas,
y divisas un horizonte de
oración blasfema
porque los tiempos cambian y
las cosas
ya no son como siempre, como
antes,
como se aprendieron en la
niñez aciaga.
Sí, aparece una belleza como
vuelo de
cigüeña, como sonido alto de
alondra
perdida a la vista. Lejana,
una torre voltea
una campana macilenta y su son
llega
hasta la sombra de los
álamos del regato.
Así es hoy. Aunque, para
paisaje, el del
cuerpo, piensa el caminante
musitando
un sueño de amor carnal que
arranque
gritos de sangre, de la
desesperación
habitada en los párpados
pegajosos.
Talmente florecen los
caminos. Nos
conducen a una edad ya
tardía, a un
futuro que ya no es porque
hoy es ya
mañana y las horas son
pasado a cada
segundo. Ya se fue agosto.
Hasta el agua
es más gloriosa en este
sosiego tibio,
como el hueco del halda de
una madre,
del septiembre que aún
arderá a la
hora del sestero, a la de
tercia sin brisa.
José Luis Molina Martínez
Calabardina, 6 septiembre 2012
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