Vivir un silencio en la
espesura interna
del bosque saludable de la
mismidad
es como poseer la gloria del
laurel
entre las manos
misericordiosas.
Se adentra por los ojos del
alma y
se pierde en algún lugar de
los dulces
habitáculos difusos del
claustro
invisible, en un lugar al
que no alcanzan
los desiderios más humanos
de la suave
nobleza del alma. Ahí se
conoce que
acaba el cuerpo, pero
tampoco se halla
el ánima sabiendo su
existencia, su pálpito,
su entelequia. Es una seria
realidad si no
trise sí dolorosa. Es la
impotencia, la (im)-
posibilidad de enfrentarse
con un preso
ilustre encerrado en la
cárcel del cuerpo
mortal. Cuidas el cuerpo
visible. No puedes
ocuparte del alma que no
conoces, cuyo
aspecto interesante y
cariñoso ignoras.
Le transmites deseos,
sentimientos, afectos
y apenas encuentras signos
como respuesta.
Afecta esta incomunicación
si es la noche
presente. Por eso, en
silencio hay que vivir
por si, cuando hable, se
escucha el rumor
del Verbo en soliloquio.
Otro tiempo
es necesario para indagar el
proceso justo
para dejar de ser cuerpo y
entrar en el alma
por ser lugar de encuentro y
sortilegio.
Si hay respuestas, en este
claustro deben llegar.
José Luis Molina Martínez
Calabardina, 10 septiembre 2012
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