martes, 29 de enero de 2013

LETANÍA APÓCRIFA



Mi luz procede de la celda habitada
en el monasterio erigido sobre el silencio
sin parloteo de los capiteles de glifos
y verdades pétreas. Esos destellos
interiores reflejan la existencia de un
breve equilibrio expuesto a ser sombra
sobria. Como si en los cipreses ocultasen
la miel dorada activas abejas de cera
iluminada. Besan nuestro jardín con flores,
extraen las delicias coloreadas de las
especies cultivadas con la lentitud botánica
de los perfumes exhalados al inicio de los
maitines fecundos. Son oraciones sin voces,
a veces canto de salmo mudéjar, letanías
sensatas, sobrias antífonas surgidas al pie
del altar, sobre el crucero que alberga
los anhelos encerrados entre inciensos
y misterios marianos. Ese hábito de oración
ordena el motivo de la levedad, el ansia
trascendente, lima los deseos sin rectitud
de nobleza, el arisco estupor ante cuanto
pertenece al hombre viejo de costumbres
dudosas, de amor soberbio de uno mismo,
la no practicada experiencia del olvido
de sí y el abandono en la excelsitud
de las promesas del Padre. Centellea
la llama de la vacilante luz de la capuchina:
no hace falta más para ver a Dios en el
alma impedida de la entrega porque vivir
la vida es esperar la muerte. Esta tierra
corporal obstaculiza cuantos espirituales
desiderios anidan como pájaro de canto
armónico en el laberinto del alma cuya
presencia anima el cuerpo humano cuando
sólo es la envoltura polvorienta de la
belleza interior que no percibimos porque
el árbol impide ver el prado delante del atrio.
En su soledad se oye el silencio que en la
pineda salmodia música inédita que sólo
suena cuando los laudes llegan al cimborrio
en el que los ángeles van y vienen como
niños alborotadores y orantes: 

Beata dulzura interior
Libro hermoso de versos
Dulce brisa del mar
Aroma sutil de jazminero
Morado resol de la tarde
Aventura bendita de las voces
Benigno vuelo de alondra
Santidad de las cosas pequeñas
Dichosa aurora rosada
Feliz sueño inocente
Insomnio de rocío nocturno
Estela silenciosa de estrella
Luna que entra por la ventana. 

Todo estaba encerrado en el claustro.
Abierta la puerta, aún busco sus eternas
sensaciones entre la capucha cartuja
y el mar que en mis ojos nace. 


José Luis Molina
8 septiembre 2012

martes, 22 de enero de 2013

EL ALMA DE LA CASA DE ORO



El secreto habitante en la sombra del árbol
es una emoción oscura como el vuelo de los
pájaros que pían sobresaltados mientras el sol
cae infame. La lejana soltura de la brisa
mañanera parece una mirada de ángel sobre
la guadaña astuta. Parlotea la cigüeña en el
páramo de la torre. La ermita habita el prado
de higueras casi secas de higos picados por
pardos gorriones gruesos en demasía. El silencio
armoniza los ritos de los romeros que danzarán
promesas de esparto y rosarios de baladre
con los que ornar la plenitud de los muros
benditos.

Viene todo así ante la dulzura de la celosía
tras la que el ánima solícita atisba menesteres
interiores empeñados en acceder al privilegio
de la divinidad. No son devotas palpitaciones,
ni ruido de agua en jardín nocturno, ni símbolo
trágico de soledad, ni frescura de celda claustral,
ni voluta de incienso sobre el ara de la hecatombe
sobria.

Advierte, ánima de la casa de oro,
cómo un hálito suave llena de impulso celeste
el ansia del medio día sobre el páramo hecho
oscuro bisbiseo cuya voz queda ocultada:
lo corporal impide ver con ojos limpios cuanto
en su día será atractivo paisaje a divisar cuando
la eternidad sea un vivir devoto con la austeridad
del cofrade que, vela en mano, se hace antífona
a la puerta románica del templo de antaño.

José Luis Molina
7 septiembre 2012

viernes, 4 de enero de 2013

DIDO SABÍA QUE AMAR ES NO TENER PRISA CUANDO LA PALOMA ACCEDE AL CABRIO

Dido medita
Sábete que ahí queda, un poco a trasmano,
la orilla fecunda de este mar siempre abierto,
a respirar puramente como sahumerio de paz
desde los fundamentos húmedos de la audaz
aventura troyana, cuando Dido-Elisa enfermó
de amor y no supo recordar que todo concluye
con la mera costumbre, con el roce, con el uso.
Amar es como echar agua sobre la arena:
húmeda, mojada quedará, nunca ahíta.
Tampoco concluyen los deseos de amar
hasta esa eternidad de tiempo caduco,
pero todo tiene un límite y, de ahí, a pesar,
no se trasciende, pues nadar en la noche,
como Leandro atravesando el mar en busca
de Hero, después suicida, agota y mata.

No se debe morir de amor, Dido, que es
mentirijilla solemne en la que todos creen
porque esperan ser ellos los saturados
antes de que el sueño venza y amor descanse.
Se espera lo que se fantasea y nunca llega
aquella historia que Petrarca convirtió
en soneto. Sólo la altura de la edad te concede
suficiente experiencia sumisa para darte
cuenta de la equivocada pasión ruda que,
si no es calculada, distanciada de cordial
pensamiento y ansia, acaba en la frustración
misma a sufrir, partiendo de la cárcel de amor
como destierro apátrida, porque se es de
donde se ama, aunque sea en tierra adentro.
Si lees los poetas amadores, desde Ovidio,
experto en el arte de amar, libidinoso,
verás que el hombre ilusionado en esa misma
piedra de amor tropieza, porque siempre,
dicen, se da más que se recibe, mas el amor
nada pide. El dulce abrazo es, a la larga,
un lazo que ahoga y asfixia sin apretar:
en el amor no hay daño estipulado. Pero
sí dolor: “amor lloraba y yo con él gemía”.

En este silencio de árboles descuidados,
enfermizos, desprotegidos, abandonados,
faltos de agua y mimos de jardinero de amor,
se acuerda el poeta de aquella desolada
sonrisa que amargó antiguos ávidos años
hoy recordados desde el lugar de este escrito,
desde este puente sucio en cuya baranda,
defecada de gaviotas, apoyo el papel
que recoge el áspero suicidio de Dido,
absorbente mujer, que no supo despedir
al viajero, sabiendo que no habría regreso.
¿Le faltó prudencia precisa y así perdió
navegante y vida? ¿Le sobró amor envolvente?
¿Fue castigo de los dioses que la indujeron
a la pasión desmesurada? Porque ella quería
permanecer como can fiel a los pies de su dueño
primero, el que le ofreció las mieles de los dátiles.
Los dioses te conducen al tálamo entre cantos,
después te castigan por sucumbir con los ojos
cerrados y escapar como corza silenciosa y rauda
sobre el sendero de la nieve alta de la cumbre.
Nada es ideal, ni el ébano tiene que ver
con la piel oscura de la amada, ni el marfileño
color con la hermosura de los muslos floridos
que ciegan al varón castizo, gacelas prietas
de la amada, cuya llama no arde, no calienta,
no ilumina, sino que es una humana realidad
a entender antes de escribir versos de amor,
canción desesperada, romancero de ausencias.

Dido, Dido: te quedaste sola y no supiste
asumir el silencio mientras pudiste asir el mar
de Cartago desde tu ventana sin visillos abierta
a todos los ponientes fecundos. Anda, ven a este
puente y observa desde aquí la serena lejanía
de lo perdido, la agonía de las manos sumidas
en la nada, el último estertor de la mirada
que contemplaba aún la salida de la magna nao
del puerto marinero que se divisaba desde
el salón de tu habitáculo feliz hasta entonces,
en cuyo jardín florecían fresas como labios,
uvas moscateles dulces entre los altos pechos
de cúpula redonda y blanda lisura de almíbar,
sugerentes y atractivos, naranjos e higueras
bajo cuya sombra refrescabas ardores
no saciados que jamás iban a quedar resueltos
porque el ansia de ahora es hambre urgente
de seguido, un deseo es un tormento sobre el mar
antes tranquilo, después sediento hasta que llegue
amor y sea tormento grato, amable combate.
Dulce sabor el del higo con la ruta del tiempo
oscuro sobre su pellejo morado, si lo atormentas
entre los dientes mundanos. Sobrio perfume
el de la naranja goteando sabor amplio sobre
la piel de aroma confuso de sándalo y palo santo.
Dido, Dido: jamás supiste nada de la nostalgia
del nauta, si se acercaba a popa para mirar
cuanto había dejado atrás, tus trenzas endrinas,
tu rubor discreto de aurora cuando mordisqueada,
tu ceguera luminosa sobre los párpados en la cueva,
en tu jardín arrebolado de jazmines incensados
por la plegaria de la Afrodita que propiciaba
ese amor inacabable a juicio del inocente,
y senderos de besos nunca ofrendados,
jamás robados, porque el anhelo hace sentir
más que si recibidos junto a la pared ocupada
por la yedra a su vez adornada por el dondiego
penetrante y el rododendro como rosicler,
aquí un sueño, allá un gemido, al final un suspiro,
el aura como salmo sulamita, el destello de la fatiga
como vuelo de ángel, como música nocturna
de Schubert, como fado lastimero de Carminho.
Si te fuiste con violencia, Dido, después de un
sueño así, para que nunca se te olvidara y quedara
su mimo entre tus dedos ágiles y sabios, buscabas
un imposible. Recuerda, diosa agitadamente feliz,
que la historia está llena de mujeres famosas
y plenamente tristes que volvieron su vista atrás,
desde la esposa de Lot, de nombre desconocido,
hasta la hermosa Marpessa Dawn, Eurídice
en Black Orpheus –tristeza, adiós tristeza–,
en el carnaval de la vida que tú no conociste.
Volviste tu rostro al pasado. Deseabas retener
experiencia tan sublime. ¿Cómo ibas a perder
lo antes amado, el pan cande en la boca, el brillo
de la mirada azul? Pero todo desapareció a la puerta
misma del fuego, a un segundo de la salvación.
Anda, ven aquí, sobre el pretil de este puente
y verás cómo este río encauzado ya no conduce
agua, Caronte sin barca, a la mar que es el morir.
Yo también sufrí muerte de amor alevosa
y por eso la ilusión del silencio del cadeo,
de la soledad sonora de las aves de trino alargado,
de la desilusión grisácea de cada amarga hora.
Una mujer, un hombre, Dido, es una clepsidra:
cada una de las horas daña básicamente
el alma, la última mata el cuerpo, acaba con él,
y con él se lo lleva todo, hasta los recuerdos.
Por eso, los poetas aman sin amor encendido,
e ilusionan pasión sofocada y oculta bajo
el velo que ocupa su lugar. Y quizás lleves
razón: sólo mueren jóvenes los amados
por los dioses severos. Pero eso lo aprendiste
mientras preparabas tu último viaje, cuando
abandonaste el horizonte que de él te separaba.
Si de aquel periplo de eternidad no has regresado,
sí tu historia está en los libros. Por eso te conozco,
Dido, que no soy nada para nadie. Cuando regreses,
estaré reposando bajo el triste árbol del olvido.
Pero no sé si, para entonces,
me acordaré de nosotros. 


José Luis Molina
Calabardina, 4 enero 2013