domingo, 5 de agosto de 2012

EL TIEMPO QUE NI VUELVE NI TROPIEZA (Francisco de Quevedo)

(c) Edward Burne-Jones: The Wedding of Psyche.
¿Quién habla, como Lope, de "amorosas
pretensiones"? Pasó el tiempo de Venus
que, "después de acordado da dolor".
Sólo la historia es experiencia y cada
cosa en su tiempo, sí, ese "que ni vuelve
ni tropieza", como dijo el clásico.
¿A qué aspira un hombre de mi edad?
A exponer en el silencio del rocío
cuanto ayer fue emoción, hoy memoria
agraz por la niebla que lo rige. Ayer fueron
las palomas de mi infancia, hoy aquel
amor correspondido. No hizo falta más
para enlazar la vida con los altibajos
comunes. No pido cambiarla ni entretenerme
en lo que pudo ser y no fue, en lo que fue
y pudo no ser. No es hora de filosofía
tanta porque el ruido avanza inexorable
y ocupa el espacio de una reflexión,
de la sonrisa que provoca una emoción
placentera, un espacio neutro en el que
no sé continuar y se me arrebata el recuerdo.
Eso sí, no se olvida jamás
el regazo de la madre,
ni los árboles de la plazuela,
cerca del horno de la señora Catalina,
siempre con olor al pan que colmaba
el desasosiego de lo no existente.
Contemplo ahora las fotos infantiles
y observo los cuidados familiares.
Siempre aparezco peinado con una precoz
seriedad, con un silencio azul recién
estrenado entre mis labios severos.
Debí ser un niño bueno en su colegio
de monjas, todas madres, Madre Amada,
Mater Inmaculata. Lo de rosa mystica
lo aprendí después. Era como desear
lo inalcanzable, esa flor que no quieres
se marchite, esa madre a la que ansías
entrar, esa mujer que pretendes tuya
y sólo a ella misma se pertenece.
Pero es un deseo tan noble que,
si lo alcanzas,
no sabes decir cómo es,
como si trataras de coger agua del mar
y que no se escapara de las manos
y después son gotas y, a poco que el sol
las vea, tienes la piel seca como el
cascabillo.
Eso, al menos, escuchaba en mi niñez
y luché porque esa palabra fuese mía,
ese claustro fuese mío,
y aún no he alcanzado a morar en el prado
que alienta el ciprés de siempre,
el pozo sin agua de siempre,
el murmurio de los mirlos comunes.
Se ha roto el encanto de la hora.
Cada uno va a su lugar y yo,
en medio del descampado,
escucho el vuelo de los córvidos
que planean sobre el sementero
en busca de un tallo virgen -tierno-
para cumplir con el eterno encargo
que repite de otro modo,
según la posición astral,
en diciembre a hurgar entre la nieve.
Alguien, muy cerca de mí, enhebra
la aguja cuyo coso no ve,
no alcanza a señalar en el mapa de sus dudas.
Después, miraremos el mar,
y, si los gritos nos respetan,
volverá la gracia a nuestra estancia,
a este rincón de la calle Tranquila.
Pronto ya no habrá ni espera,
sólo será la plenitud del tiempo
y un ser poseído por la luz
que no deslumbra y trae palabras nuevas
con que hacer poemas prosaicos
para que mis lectores entiendan
lo que conmigo va.
No siempre será así
porque diariamente, cuando digo yo,
digo género humano, amigos, vasallos
e cofrades del Dios omnipotent.

Calabardina 26 julio 2012
José Luis Molina

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