domingo, 5 de agosto de 2012

EN EL PARQUE DE LAS PALOMAS

(c) Fotografía: Gerardo Piña Rosales


El dolorido aspecto del rictus facial,
mientras el fuego levanta llamaradas
escasamente festivas, semeja imagen
sobria del tremendo conflicto generado
sin que nadie sepa el inicio sombrío.
Se acumula el descontento,
la sinrazón se impone.
¿Qué llama busca el laurel o el jacinto?
¿Qué clase de humo asciende a la cúpula
del castaño? ¿Qué naranjo ofrece
perfume de humo cuando el azahar
perdió su importancia?
El cielo tiene su azul caliente
y la nube niega su blancura oculta
en la misma inocencia. Huye del rojo
crepitar, se aleja del calor absoluto
del fuego veraniego. Arde hasta el misterio,
el arrobo, la muralla arévaca del castro,
los grimorios en rimero que invadieron
la soledad de la biblioteca eterna
en la que se aprenden los sortilegios de Venus.
Pronto volverá el silencio sobre aquellos
restos de cenizas sin futuro, con su pasado roto,
con su presente vacío de prado, de arbusto,
de candidez perdida porque aquel fuego interior
concluyó a la hora concreta en la que
los pájaros acceden al frescor de la media
tarde, en la ramita salobre escondida
en la pechina del sarmiento que hiere
de lividez la antífona de letra capital
miniada, de adornos florales vistosos,
en la que el fray dejó vista y amor
en la armonía de los colores amables.
Es este el entorno físico de un espacio
de intimidad que alienta los viejos
principios de la costumbre de amar,
del transcurso humanado del camino
de los meses, del sendero de los días,
del silencio momentáneo que ocurre
cada vez que un ángel viajero traspasa
la frontera que se inicia algo más allá
del límite intuido desde aquí, lugar
de improperios salmódicos,
al llegar al lugar de los azufaifos.
Implora el poeta un sosiego pacífico
que le procure la soledad precisa, el justo
silencio, cuando se siente en la atalaya
de la calle Tranquila y mire hacia su adentro
en busca del recuerdo perdido, de aquella
madre que ansía diariamente: si ahora
habla con ella, él mismo es su respuesta
y no es lo mismo, que ella, al hablar,
miraba con ojos dulces y él se sentía
íntimamente reconfortado y, después,
la vida ya era otra cosa.
Y su presencia, hermosa.

Calabardina 25 julio 2012
José Luis Molina Martínez

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