miércoles, 2 de noviembre de 2011

ANADIÓMENA NO RESIDE EN LA COLA DE LA CALA



Los que llegan de amanecida, húmedas
las guedejas y rostro, habrán sus nombres
olvidado cuando, ledos, se acuclillen
a gustar el aroma del mar para sus manos
enriquecer con el salobre viento que hoy
del suroeste arrecia, traidor lebeche,
que cimbrea las palmeras y cierra
los cristales, garvino arenoso de tantas
y tantas tierras pasajero transeúnte.
No sabrán nunca qué países les habrán
dado habitáculo digno, ni en qué tribu
habrán orado a los benditos dioses propicios,
ni qué caminos terreros agostados habrán
seguido, raudos, por si alcanzaban a ver,
¡oh dicha perseguida!, cómo, acuosa,
la Venus surgía del ponto y la argentina
ola levantada buscaba embellecer
la cola de la Cala agradecida,
no sé si por vivir en ella muero,
no sé si merezco tener en ella
mi morada rosada o azul según la aureola
del sol de la tarde más allá del islote.
Ni Anadiómena ni el último amor
furtivo apareció por lado alguno.
Nadíe sabía por qué dirección de la rosa
debían buscar, siempre algo procede del sur.
Si los hados heraldos hubieran sabido...
Apeles le daba color a su cuadro en el balcón
de la calle tranquila y nadie la pudo mirar
aquel negro día del rapto en la Academia.
Mientras, la barca de los calamares
ardía de luz por si los cefalópodos fríos
se arrimaban a su ascua, y eran el pan
que llevar al templo sereno del hambre
diaria, peligro que no cesa ni en los idus. 
Dejaron los bienvenidos, prima luce,
sus lúbricos caprichos nupciales entre
los arbustos olorosos de la breve ladera
cadenciosa, cándida el alba melosa.
Asediaban la orilla marina para preguntar
a quien quisiere, piadoso, atender,
por dónde tenía por buena costumbre
la Venus nacarada aparecer a la atónita
mirada de sus fieles que la buscaban
cuando, su sangre alterada, sacralizaba
reverente la frágil actitud predadora
de los que creían en la verdad de todo aquello.
Después lo contó: “vino por detrás,
me asió de los hombros, me dio la vuelta,
abrí los ojos asombrados y mordió mis labios
oreados, llenos de soledad marina y espesa
bruma grisácea, con olor a mandarina,
que acababan de gustar gustos anforinos.
Cuando la suavidad llegó a mi corazón,
ya no supe nada de la dicha prometida.
Estaba donde mi viejo nombre perdido.
De tanto en tanto, por aquí regreso,
enamorado, por si tuviera la suerte
de que me señalara la diosa o vestal
con su dedo garzo para gozar experiencia
tan notable que, si me la preguntaras,
no te sabría explicar, aún la siento,
como si mordisco menudo asaltara mi oreja
y el viento se llevara la flor de mi mirada.
Y para qué, pues con una sola vez, miles
solitarias noches, cerrados los ojos,
tendré sueños de amor agradecido
y tibio, pasadas todas las edades oscuras
del verano, como debe ser. Así sea".

José Luis Molina Martínez
2 noviembre 2011.
 A Mariano, por su constancia y fidelidad.
 


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