jueves, 26 de julio de 2012

EL GRITO AZUL DE LA PALOMA DE ENTONCES


El vuelo de la paloma hasta la tarde asciende.
Se alimentan de las migajas que los niños
de pan y chocolate abandonan a la hora 
de la merienda. Eran, sin embargo, fieles
y regresaban a su revoloteo. Parecían sus voces
oraciones furtivas. Se las veía dichosas porque
nada andaban pedigüeñando. Tampoco gemían
ni gritaban. Los perros vagabundos oliqueaban
el lugar de su alimento, su refectorio,
sin escudilla,
en el suelo terroso de la plazuela. Ellas saltaban
jugando al exilio, pero volvían, raudas, algo
más allá, tras el ejercicio de sus alas.
Regresaban a su picoteo repetido,
a su atávica costumbre,
a sus alambres que, en su palomar de la torre
de la Colegiata les servía de refugio porque
variaba el tiempo y la lluvia impedía sus
cortos vuelos de variados colores, blancos,
grises, pues sólo conocían el camino de la 
torre al suelo de nuestra indigencia, donde
los niños jugábamos, mientras la tercerica
sonaba fúnebre duelo en alguna casa cercana.
Al Ángelus, todas acudían al silencio del 
recuerdo al Dios de cada día, de cada hora,
dueño de la vida, dador de muerte al fin
de los días concedidos, mientras el encorvado
preste cantaba el gori gori pidiéndole al
Omnipotente que acogiera en su refugio
eterno el alma de este difunto que acababa
de hacer la guerra y deseaba paz, la que no
llegó a gozar porque la enfermedad hizo
los que las balas no pudieron, paloma de
la paz, ora pro nobis. Los niños, al regresar
de la escuela de las monjas de arriba,
mercedarias de clausura (que comían
de las limosnas que la caridad cristiana
le suministraba), inventábamos juegos
enloquecidos con una simple cuerda,
unas bolas de barro quizá cocido. en silencio,
en busca de augurios o de misteriosos
conjuros que no permitieran ver
el hada del atardecer,
el ángel adosado a la fachada eclesial
que iba a emprender su música cuando
recogiera su oboe, el que estaba a los pies
de su paciente espera pétrea y secular.
Hoy, aquel ángel mío de cada día, se halla
sobre un pedestal. Sabe que los niños de hoy
no añoran música celeste, ni saben que el
terremoto tiró al suelo la mitra del obispo:
no miran al decorado que compone
el frontispicio de la fe, el consuelo del pobre.
La flor roja adorna el arbusto desteñido.
El sol saltó la raya del horizonte.
Otro día sucede al de ayer.
De nuevo, las palomas se inventan un vuelo
corto y se burlan del perro que las ahuyenta.
Hasta que el juego acaba en cansancio.
Alguien dice mi nombre y vuelvo mi cabeza
hacia la realidad de hoy, veinticuatro de
julio de dos mil doce. Dentro de poco
seré olvido. Ahora busco respuesta acelerada,
que me ha regresado el gozo de ser un día
más algo nuevo mientras mis años se notan
en la piel de mis manos, en las estrías de mis ojos.


Calabardina, 26 julio 2012.
José Luis Molina Martínez

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