miércoles, 21 de noviembre de 2012

LA LLUVIA AL MARGEN DE LA NOCHE


De manera suave rompió en agua la mañana
de un tono gris plomizo que se apretaba contra
los tejados de verdín algunos por el uso
a la intemperie cruda. Tanto viento, después, traía
la lluvia hasta el balcón de macetas rotas
por el daño que arreció a la madrugada:
los cristales eran débil parapeto ante el ruido
de la zozobra. Ahora parece todo más tranquilo:
el agua no cesa de irradiar gotas incoloras,
el vientecillo acerca la potestad de la furia,
la palmera  se balancea, airosa, soliviantada
por el huracán ya pasado en horas de sueño.
Empapados, los edificios gotean llanto ábrego:
el agua procede del norte y eso hace apretar
el viento contra todo, mientras el mar apenas
se mece en su propio vaivén, encalmado de modo
inexpresivo. Su gris es tan sucio como el del cielo
sin gavinas, aves todas escondidas en la soledad
de la roca de Cope, en refugios ideados para
vadear las corrientes del viento que dificulta
el vuelo desasosegado. Hoy es diferente
el día trazado desde las montañas de enfrente
cuyas cimas ocultan las nubes que descargan
la lluvia que anega la calle tranquila. Es un día
para quedar en la melancolía de la casa,
la lluvia en los cristales, mirando lo que se mira
cuando la mirada se pierde más allá del canto
de la gaviota que llega, desvaído, desde la cumbre
hasta el silencio roto por el golpeteo del agua
en el balcón que habrá que limpiar mañana.
Si amor viniera entre tanta grisalla, sería visita
que encendería el fuego de los cuerpos mientras
lo de afuera, lluvia, viento, gris momento y cadeo
de la palmera alocada sería sólo pura melancolía.



Calabardina, 12 noviembre 
José Luis Molina Martínez

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