martes, 3 de abril de 2012

ÉPICA HERMÉTICA



Seguramente fue por la impía soledad,
y no por otra cosa banal adormida
en la intimidad de la revelación,
por lo que aquellos nobles seres solos
enumeraron los objetivos y señalaron
amplios horizontes abiertos. Allí
dejaban las nubes sus colores vistosos
en días normales, grises cuando
el corazón quedaba roto y yerto
gracias al inoportuno dolor morado
que lo traspasaba con rayos y truenos.


Así inició el ditirambo el anciano aedo:
sentado yo a la orilla menos áspera
de la Cala Bardina, jardín insospechado,
vino a mi oído la trabazón de la tormenta,
tan fina que parecía llanto de doncella,
virginal llegada de la diosa a la sensible
gestación de lo ténebre por el deseo
de que penetrase el labio la lábil casta.


Fúnebre, sin duda, el cenotafio servía
para que el trisagio tuviese sentido
misterioso, oculto, cabalístico casi,
y las antífonas animasen al hábil
oficio de orfebre, mientras el órgano
estallaba en acordes descompasados,
en un oscuro Miserere que intentaba,
ingenuo, escapar de los pétreos muros
impregnados de voces orantes, músicas
concertantes, salmos sin antifonario
gregoriano, sin portapaces orondos
e incensarios portados por turiferarios
de manos perfumadas: todo era una
puesta en escena que agitaba sentimientos
dispares y emociones sobrias y dominadas
según el talento de cada uno de los cofrades
sagaces que vislumbraban una cierta
felicidad superficial porque, en sus secos
coloquios, introducían citas sepulturales
y unos insondables criterios gnósticos.


El ángel del agua descendía a la Cala
y los tributos de los pescadores ponían
reflejos celestes en la tarde perversa.
Traía el alado un manto extenso de nube
grisácea para envolver el encanto salino
de la mar y lo convertía en azorada ola
sucia que llegaba, golpeando la orilla
arenosa, hasta donde antes sólo reinaba
el silencio: el ostiario cerraba los cauces.
Si gritaban, desaforadas como niñas
a las que peinan cabellos delicados,
caprichosamente enredados y alisa
peine de aljófar, las gavinas, su vuelo
tenía el olor negro de las alas de los
cuervos denostados por los auríspices
cuyas ávidas miradas depredadoras
buscan hecatombes imposibles: las flores
del mal ya mustiaron antaño y son entre 
las pálidas páginas de los devocionarios
femeninos o en los sueños decadentistas
de Baudelaire: emplea nombre por expresión
y así se constituyó en baluarte estético.


Certeras son las palabras del pontífice
al tiempo que golpeaba con el báculo
obispal los aledaños del tabernáculo
gótico, reliquia de una antigüedad feudal
esplendorosa: entonces la palabra de Dios
era escuchada en los templos sagrados,
en los atrios bulliciosos, en las abadías,
en los claustros de los ascetas, en las plazas
de las aldeas, en el desierto del sermón
perdido y posiblemente hasta en los tibios
prostíbulos cerrados por Quincuagésima,
ad carnes tollendas, como señalaba la ley.


Noticias son las esquelas colgadas en las
tablas de las cancelas de las nobiliarias
sedes ducales o de gentiles-hombres, en los
cruceros de los caminos, en los campo-
santos de los suicidas, que desgarran de
angustioso dolor, en la mano el húmedo
petral, el corazón del noble paje que es
nuncio de airadas nuevas tristes, mortales:
Allí acabaron caballo y caballero, alférez
y obispo, degollados bajo el palio afrentoso
que era el cielo que debía proteger
la sufrida grey de los fieles:luchaban
por algo con que llenar su escudilla.
En el fondo,
lo hicieron por su libertad. Pero, entonces,
no se dieron cuenta y fenecieron pasados
a cuchillo como cuentan las viejas crónicas.


Nunca nadie sabrá las cosas que después
sucedieron. Antes de narrarme su final,
el viejo aedo falleció en la Cala, rompió
la calma aparente una súbita tormenta
que todo lo mojó en un tris y regresé.
casi corriendo al lugar de la calle tranquila,
a refugio de otras leyendas indescifrables.




Calabardina, 3 de marzo de 2012
José Luis Molina Martínez
Fotografía: Ex-Colegiata de San Patricio de Lorca. (c) Internet



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