lunes, 24 de septiembre de 2012

AL FINAL DE LA RAMBLA


QUE VA A DAR A LA MAR
Vuelve el silencio a mi habitáculo. Se llena
de soledad fructífera como árbol pleno de sombra
sonora y pájaros de plumas ahítas de calor
porque la brisa era bruma gris y perla. Ha pasado
la breve tormenta y hemos contemplado el agua
como bendición celeste que sólo ha dejado
charcos atarquinados. La torcaces exiliadas 
en la alameda son un reflejo agreste de los destellos
nuncios de una obligada migración a territorios
aparentemente fértiles, en realidad, secano.
Son como esa línea de horizonte máximo en donde
el mar se pierde y oculta las barcas atrevidas.
Vuelven sin fruto y su faena fue onerosa, brutal.
Contemplas desde este puente diario el aleve
ondear de la paloma en el aire, el cadeo de la 
palmera cuyas palmas abrigan los dorados dátiles
que mañana serán dulzura picoteada de mirlos.
Arrastra el viento rastrero flores de buganvilla
y hojas secas de álamo podrido. Bajan hasta aquí
las nubes invisibles del calor del fin del verano.
He contemplado los recuerdos de las cosas que
no debían haber ocurrido. Pero, en esos días,
los astros no eran favorables y la hoguera extinguió
una vida sin ángeles ni sonrisas a tiempo. Así que
tanto el río de légamo como la baranda del puente,
la nube perdida, la insolencia de la mascota,
el chirrido de los pies sobre el chinarro, la mirada
oscurecida y otras lágrimas son páginas olvidadas
en la memoria a perder a poco que sea de algo más
de edad, sin descanso nocturno ni alternativa sabia.
Pocas cosas tan precisas como el sosiego sin
distanciamiento de las miradas. Fuerza sí tienen,
pero no brillo, es intensa en el interior reguero
que se oculta tras las hojas de tantos calendarios
tirados a la basura que es el río que afluye al pútrido
contenedor. Fuera de uno mismo, sólo es un erial.
Mientras, una leve sonrisa se deslíe en los labios
entreabiertos. Es una búsqueda simbólica del agua.

José Luis Molina Martínez
Águilas, último día de agosto de 2012

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