domingo, 22 de julio de 2012

LA VOZ OSCURA DE LA NOCHE SIN LUNA

La lectora (Jean Jacques Henner, 1880)
La quieta pálida ardiente luz del sestero
quema efigies atrevidas por el aguerrido
silencio solar que calcina el verdoso
grito del prado hollado de bailarines:
festejaban el fin de la siega. Mas, también
gustaban de ceñir el talle duro de la agraciada.

Todo iba así como la cálida corriente
del plácido regato de agua casi tibia
en el sequeral dichoso de la llanura.
Todo iba así, como bandada de pájaros
sin hora, mientras el mirlo escondido
en la humedad de los árboles frondosos.
Todo iba así, como vacilenta nubecilla
polvorienta que ansiaba elevar su altura
hasta el cielo de la almena castellana. 
Todo iba así en la parda mirada
de los sufridos campanarios de espadaña
enjuta como sombra de cigüeña ruidosa.
Todo iba así, igual que la luz del claustro
a la hora del ángelus, mientras insectos
orinegros sellaban las redes de los arácnidos.
Todo, pues, crecía según su voz,
según su salmo ascendía por los taludes
bíblicos con acompañamiento de gárgolas
y misterios negros: las ánimas que no
encontraban su lugar y se detenían
en el cuenco de la pétrea pila del agua
bendita. Nadie las echaba en falta.


Duros eran los talles pero cadenciosos,
curvos, cálidos, de tanagra vivífica,
de apretado deseo, de milhojas dulce,
de adolescente candidez dentro de su
sabiduría innata. Así que la mirada
desfavorecía el ansia. Era mirada
travesera cuyos acordes sonaban a
desconocidos para el danzante, absorto
en su meneos, allí un salto, ahora un giro,
y su sueño en el ánfora de la virgen
que ahora juega con la pasión despertada,
con la sombra del pestañeo, con el adiós
al pañuelo dejado de la mano de Dios
y por nadie recogido. ¡Qué inocente era
agreste generoso! No osaba levantar
la frente de su hambre concupiscente.


Todo feneció aquella tarde romera,
cabe la primera suavidad del airecillo
afunebrado, reposado en el camino
de los fresnos heridos de soledades
diversas. Se acabaron los acordes.
Cerraron los cielos su crepúsculo
y los campaniles eran manojos de flores
broncíneas, azulados susurros de
sensibles fracasos sensuales. Se acabó
el sortilegio y quedó preso de su flor
el perfume penetrante del don diego,
del galán de noche, del jazmín que fallece
en el vaso que encima de la mesa no es nada,
pero perfuma en la oscuridad solemne
de la hora, pues esta noche la luna
es una ansiedad vulnerable.



Calabardina, 19 julio 2012
José Luis Molina Martínez







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