sábado, 1 de enero de 2011

EL INEXISTENTE RUMOR DE LA CENIZA











LA SIBILA ADVIERTE

Sangran en estío heridas de mayo
a la lumbre del olvido abiertas,
hasta ahora de lágrimas cubiertas
por si, cauterio fúlgido de rayo

de amor, con la fidelidad del ayo,
memoria avivase y voces inciertas.
Mirada nívea tuya perviertas
y de cenizas te cubran el sayo.

Es suplicio tu solitud activa
mientras esta en mí pura llama oscila
al pairo de la tristeza y de la noche.

Viene salobre el silencio en derroche
de fortuna, que no en vano Sibila
de tu falsía advierte y ánima esquiva.




LAS DUDAS DE DIDO

Desde el porche de tu claustral retiro,
estancia sosegada como cosecha en lagar
dormido, cae al desgaire la blanca
cortina sobre la coqueta cala, natural
capricho costero, rocoso y plano según,
velo que oculta y permite el gozo de la sal,
la lumbre marina que navega su sombra
por la cal de su armonía, ponto abisal
de conocidos desastres dolorosos, mientras
impide que el último sol hiera, amante,
tu aguamarina mirada alechuzada,
astuta, cómplice, y, por ello, graciosa
y llena de peligros. Apartas la breve gasa
y la paz de la atardecida, la que genera
el último adios furtivo, te llena de graves
gritos de gavinas.
Es una visión perfilada
la de los hábitats que abarrotan la orilla
y cobijan las olas de la confluencia, justo
vaivén, infecunda espuma, neutral espejo
de visiones de la vida y del hombre aciago.

Desde el amplio ventanal y atalaya legislaba
el invierno, invertía tu reinado los compases
iniciales y, la tarde, clepsidra de los días,
quedaba reducida a cenizas.
Cuelga el ampo
extremo del lienzo desde el riel bajo marco
de cedro revestido y compone arrugas y
sombras al tiempo de ocultar la cercanía,
de impedir el reverbero
del ansia.
Anda herida la tarde que sus manos
abiertas ofrece a la luz ablandada
de la
sacerdotisa.
En tanto, aletean blancamente
satiresas gaviotas que maldicen las últimas
barcas en su entrada en la seguridad
de la Cala Bardina, de la tunecina mar
del Mare Nostrum que nos consuela de la sal
que la Tagaste numidia asolará a poco,
eternos naufragos los generosos corazones
de serenidad conmovida, de contenida
inquietud, pacientes en su refugio.

Me agrieta tu presencia, tu pulquérrima forma
me agita, muda mi corazón lucidez serena
por los desbocados caballos, galope agolpado
de sangre, sube al rostro la emoción que
oculto con el velo, la cortina excusa mi ardiente
mirada, mi turbación renece, que tu prestancia
despierta eso y más porque llevar me dejo
de la emoción, mi temor escondo, ficticia hago
la realidad inane, inerme, en amor me entrego
mientras el crepúsculo se hace, deviene,
acaece tósigo, oscuro sueño, insensata caricia,
obstáculo
a la funesta pasión: desvela así
premonición triste del trágico destino.

Caen sobre
la mecedora las quejas enamoradas de Dido.
La reina
enciende la capuchina y aparta la coertina que
la noche ha vuelto estéril.
Desgarrada queda
su agonía en el cielo de lo imposible,
de lo que nunca
ha llegado a ser.

Sobre el silencio,
la huella de la desdicha,
los pasos que se alejan.
Así se firma su propia sentencia:
lastimera
adviene queja y el silencio del orbe reprochado
se adueña del vestigio,
porque nada es
ni más allá siquiera.




SI TAN SUAVES CADENAS NO IMPIDIERAN…

Amor: de tan abrasado, me sacas
copiosas lágrimas que, como hilillo
de agua, abandonan fuente abocada
desde el borde a ser lucífera perla

y repique musiquero de tan vivo
el sonsonete aleve y entrega amante.
Habrás en mi corazón tu morada
y, escondido allí, el gozo del sosiego.

Cesen, pues, los ilusos devaneos.
Vaya la cigüeña en su dócil vuelo
a la cima de la atalaya inane.
Rauda corra su carrera el potrillo

sano bajo el destello de las crines.
Mira, el oscuro suelo traspasando,
el último destello de Febo oculto
que, de negritud, viste el amplio ponto.

Luego será en la cuadra acomodado,
en el aura del gozo el vuelo osado
de la zancuda, el paso de la Luna
apretando y, en mi tálamo habitable,

silencio y solitaria compañía,
de los peligros tu alma asegurada
y tránsito inefable compartido
si anhelas renovado experimento.



ÉPICA DESHONRA EN PALMIRA

En tierra de nadie, trágico augurio
fueron las hieráticas cariátides
abandonando el sólido afuste
que las encumbraban hasta el desastre,
capiteles sembrados de misterio,
cuando fueron abatidos los templos
serenos por la fuerza de las máquinas
de guerra y la sal estéril hizo vacuo
el camino de la plegaria antigua.

De la ciudad hicieron ruina fácil.
La doncellez, plato codiciado para
feroces fauces. Prendieron los niños
la hoguera del odio mientras buscaban
claustro en el escondite de sus juegos.
Al anciano la vida permitieron
para que narrase el asalto y miedo
infundiesen a las gentes relato
tan cruel y militar despojo su hazaña.

La gloria inane de los vencedores,
faena deslumbrante por lo rauda,
cobarde por la misma innoble prisa,
hasta en su oficio destructor soeces,
no sirvió para el olvido, que siempre
los persiguió la muerte inopinada.

¿De qué sirvió escuela de paz serena
a quien guerra vivió en su infancia aflicta?
Hicieron secta de venganza horrenda
los antaño asustados jovenzuelos
de la horrorosa muerte contemplada
mientras en el silencio del refugio.

Ajustados a los petos petrales,
los deseos de sangre renacían
mientras eran abatidas las hijas
de los asoladores imperiales
y ansiaban refugio los victimarios
en los sepulcros de los arrabales,
en las ermitas de las cofradías:
más hasta allí llegaba el asesino.

Alzó su voz el inocente, gritó
la superstición y conoció entonces
la secreta unción de los aranceles
de la penuria. Alzó su voz y herido
cayó para que se hiciese el silencio
y la máquina anónima siguiese
el aniquilamiento del otrora
vencedor imperialista.

Palmira
es una ordenada ruina y reclamo
en donde la piedra grita su pasado
en un horizonte lúcido y salino
mientras el guía repite incansable
los clichés turísticos tan manidos.

En los Anales del alba se cuenta
escrito cómo se destruye recia
estirpe de hombres bajo la ruda horda
feroz de los logreros. Sólo, lírico,
he sabido de la célebre ruina
de Samos, Pastmos o Cartago. Poco
he aprendido de la épica anodina
de los escritores. Altas columnas
son las de Palmira y sus yermos restos
de tal belleza que quizá esplendente
no fuese tan gozosa mi extasiada
visión esperanzada. ¿Qué más bello
que la esperanza de que algo resista
al tiempo permitido y sea ruina
eterna? Sólo por su mustio aroma
de tiempo, Palmira es más famosa
que cuando era un cenáculo secreto
y la oración ascendía entre incienso
hasta la nube que ocultaba gloria
tan perecedera como asolaron
los cabrones de siempre en cada
época ganadores de la ruina que luego
será objeto de pasmo, lámina de libro.




QUEDEN TODOS EN PAZ

Pasado el hueco del silencio impuesto
por el haz del halo y el tilo, asumidos
como óbolo natural, ateridos
los signos exteriores, en el cesto

de la ofrenda ubicados pongo el resto
de mi sangre y mi contento, cogidos
con mis manos los restos percibidos
de mi estirpe y acre llanto. Noble gesto

en la íntima penumbra de la loma
donde sita la dicha del doliente
mientras la luz se quiebra espeluznada.

Supe así el nombre de tu nombre. Toma
mi solitud de parte del sapiente.
Nadie beberá el agua derramada.

J. L.M.

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