viernes, 6 de mayo de 2011

ALFONSA DE PIEDRA, TORRE DE ALONDRA


Castillo de Cuéllar
                                                                   
Si tampoco ahora tendría constestación para la oscura pregunta de “qué vas a hacer esta tarde, porque, si no tienes ocupación concreta, nos vamos a Calzada de la Marina a un asunto de interés para nosotros que también te gustará”, cómo, ingenuo, la iba a poseer entonces, hace ya tantos años, pues esto debió suceder alrededor de los ochenta y pocos del pasado siglo, cuando era lector de la señora Átticus, mujer muy culta y escritora en su juventud, que apenas veía lo justo por culpa de unas cataratas mal operadas. Pero creo que haría lo mismo que entonces, porque algo que me atrae es no saber a dónde va uno y no por ello tener mucha curiosidad, ya que, in illo tempore como ahora, todo era un dolorido sentir, tal cual sufría el poeta áureo, o el fiel pastor Mirtilo de Gian Battista Guarini. Este hombre afortunado imitaba perfectamente el llanto del lobo tras la muerte de su hija muy amada a manos de quien era ante Dios y ante los hombres esposo amante y su cuidador, antes de que Vivaldi recogiese sus lágrimas en partitura para flauta de pico y continuo. ¡Qué poco dura la felicidad en casa del hombre! Aquel otro pensamiento sí me divertía por pasado de moda, pero apto para evitar cavilaciones enojosas el tiempo que duraba un viaje por carretera con curvas elongadas y cuestas pronunciadas de un nivel respetable. Tras un largo mutismo, enfilado ya el puerto de montaña que conduce al Collado de los Estudiantes, mediada la cuesta de Purias, empezó Jacobo a decirme que una señora quería donar su biblioteca y que su departamento le había encargado que fuese para entrevistarse con ella, enterarse bien de qué ofertaba y hacer un informe previo a la decisión que tomarían según unos criterios que yo desconocía y tampoco tenía por qué conocer, ya me imaginaba yo que alguna contraprestación era lo que buscaba la vieja señora, cercana ya a su paraíso. Lo que faltaba me lo imaginaba. “Como no sé nada de eso, tú me dirás si merece la pena o no y, posiblemente, tengas que hacer el trabajo”. Así era una y otra vez. Me parece algo de un valor incalculable para uno y de un sacrificio extraordinario para otro todo este secreteo del mundo. Valor que no iba a ser para mí, sacrificio que me iba a impedir otras cosas, sin que se pudiese despegar un concepto del otro: el valor para quien fuese, es decir, ese departamento del que nadie sabía nada, pero parecía una mandrágora funesta, el trabajo para mí. Así sigue sucediendo en mi vida diaria, pero a nadie se le puede culpar de su propio destino porque se hace una cosa por un motivo interior y parece que siempre ha de ser igual, cuando yo andaba escondiéndome de la vida con la excusa de dedicarme al estudio.
Iniciaron conversación Jacobo y la señora mayor, de pelo blanquecino recogido en un moño con horquillas, ojos escondidos, boca a la que debían faltarle alguna que otra pieza y cierta notable sordera, porque hablaba dando alaridos, al tiempo que le gritaba silencio a la perra ladradora que me miraba con ojos absurdos porque le era raro ver merodear a un extraño por donde sólo entraba su ama. Yo no hacía caso y pasaba cada vez que lo creía conveniente delante de las estanterías de lejas vencidas por el peso del papel, no de la ciencia de los libros. Así que ellos hablaban y hablaban con estentóreos gritos, una para hacerse entender o poder dominar, el otro para hacerse oír o también para que supiese te las verás conmigo, mientras yo en mi Arcadia mirando los frutos de aquel vergel. No estaba mal aquella biblioteca, pues contenía muchos libros en italiano, producto de la estancia en Ausonia de su dueña, desconocidos para los hispanos, pues no habían sido aún traducidos, pero también era poseedora de la mayor parte de la poesía editada en estos lares desde la posguerra y eso era una galguería. En este apartado me hallaba, cuando, al coger uno, cayó al suelo otro libro, Égloga, de una para mí desconocida Alfonsa de la Torre, por donde Garcilaso devaneaba mientras la profecía del Tajo surcaba los adarves y traspasaba los bastiones. Cuando sentí de verdad y comprendí en mi clausura el significado de ángeles de los senderos con verdes almas dormidas, el arcilloso canto del alcaraván, tenor de la noche con grito aislado, y el susurro del azufaifo, árbol favorito de Eralucana, quise conocer el Cerquilla y limpiar mis pies del polvo del camino en la orilla misma de su tránsito, que era frescor, mientras el férreo sol de Cuéllar en verano adormecía los ojos que se perdían en la lejanía del instante. El único ruido que sermoneaba la tarde era el que se susurraba al tronchar la yegua barrujos y así la silente siesta se hacía amor necesario para mantener las cosas en paz, en su justo lugar, sin movimiento alguno, mientras declinaba el sestero.
Si entonces todo hubiera sido como ahora, no me hubiera resignado a dejarme embeber por la voz que nacía de Égloga como canto sonoro de virginal coro monjil unido al sonsonete decadente de los salmos. Si yo me hubiera dejado llevar de mi arrebato, hubiera viajado a la solemnidad de la Castilla profunda y hubiera recorrido mi alma el páramo y el campanario, el vuelo del ave y el itinerario sinuoso de la sierpe, mientras hubiera absorbido la historia de la piedra. Por todo ello, tomé el libro de su lugar y lo puse entre los papeles que llevaba, de modo que, sin llamar la atención, pudiera escaquearlo y sacarlo de la casa, pues tenía mucho interés en fotocopiarlo para poder leerlo con la atención que el libro se merecía. Tú no sabes, Fermín, cómo me alegra que hayas vuelto otra vez por este llano, pensaba que me iba a decir mi pobre amigo Sabiniano, al verme, pero hube de sufrir esta y otras emociones, mientras me hablaba mi amigo el pastor. Espero que de lejos me bendigas, gritaba mientras nos despedíamos y contestaba de forma monográfica a las preguntas de la vieja y casi ciega Concha Fernández, que ponía un énfasis tremendo en hablar con atropello y de ahí los enfados que se tomaba con la gente, apenas te entiendo, hablas como los curas, ¡puñema!, diciendo latinajos.
Me pasé un tiempo dentro de mi Égloga y cuando entendí que uno peca y medita con la bruma, emprendí mi viaje, llevando el bordón y la esclavina que poner sobre la zalea que me iba a proteger de los idus de marzo, de los elogios galantes y de los crepúsculos del otoño, si es que se me hacía tarde para el regreso.
Nunca supe contar el tiempo real transcurrido hasta encontrarme golpeando, habiendo mediano murmullo, la torneada puerta principal que debía estar mucho tiempo sin tener uso, con el aldabón de bronce que sonaba como campana de espadaña cuando el eco se detenía en el pináculo. Iba a marcharme en busca de otra entrada, quizá podría hallarla cercana a la Plazuela de las obediencias, cuando, pesadamente, con un chirriar de goznes que parecían los de las puertas del infierno empujadas por mil demonios, se abrió el enorme portón y una señora, con un bello llamador de ángel colgante del cuello delicado y puro, cuyo tintineo sencillo parecía, más que un susurro de paloma, el silbido musical del enebro de la miera al rodear su cintura el vientecillo, asomó su bello rostro sobre cuya frente caía un velo de seda clara, parte de la toca que tapaba su cabello. Este arbusto era conocido también en mi tierra como enebro cazorlo por aquel montero que lo utilizó por ver primera para cocinar carne de caza, que debía permanecer una noche a la intemperie para orearse. Me pareció, sin duda estaba equivocado, ángel pintado por León Astruc quien apareciera en la puerta y, de haber tenido de qué hablar, seguramente hubiera tartamudeado, porque la grulla coronada invisible por la clausura me había embargado de gozo puro. Me dijo algo así como espérame en el mar donde las olas no llevan el recuerdo en su caricia o yo creía escucharlo en el fondo de mi alma. “La que buscas no se encuentra en esta Charca que es jardín del paraíso, edén simbólico, paz bendita, armonía recobrada y escondida en la celda claustral para que no se pierda más allá de los álamos del Cerquilla, último lugar en el que se escucha la campana de Santa Clara y el virginal gorgeo de las monjas cuando los Maitines”. Iba a iniciar mi regreso cuando me hizo llegar la nueva de que doña Alondra estaba camino de Cascais, pues tenía priesa por visitar a su amada amiga Josefa de Ayala. Quería recoger y traer a la Charca el cuadro que le acababa de pintar en el que Santa Teresa es transverberada de amor divino por un ángel de alas barrocas que clava la flecha en su corazón ingenuo, mientras el Amor la embarga y enajena. Pero si no la hallaba, tenía intención de pasar a Óbidos o quizá viajar hasta Coimbra, pues no regresaría sin su cuadro que tanta devoción le inspiraba, siendo de belleza singular, según el boceto que tenía en su poder.
Ni tan siquiera acabó de pronunciar estas palabras cuando la puerta se cerró como una losa sobre su tumba. Desconozco si mereció la pena mi peregrinaje literario, pensé, pero, sentado a la vera del camino, bajo la sombra breve del árbol en el que anida la tórtola que vuela con fuertes aleteos, le escribí íntima misiva por si había tiempo de verla entre los celajes grises de la atardecida: “ AVISO AL CAMINANTE HERIDO DE LA VIDA. Pasajero que vienes caminando por la senda engañosa de la vida, tus pasos no detengan la subida hacia lo alto, lo justo reposando. Por suave prado enverdecido, andando ratos, aunque es de noche, recogida la esclavina de viajero, venida habrás dichosa, entonces descansando. Si pierdes paso, obstruyes tu destino. Si aceleras, no será el esperado. Si te pierdes, ¿cómo hallarás la cumbre? Y cuando arriba llegues con buen tino, tu sitio encontrarás limpio y abastado, y tendrás un enviado que te alumbre”.
            Al día siguiente, antes de empezar a hacer la ficha bibliográfica de los ejemplares de la biblioteca de Concha Fernández, puse el libro en su lugar y de él nunca más supe. Todo me había parecido un mal sueño, como si una pesadilla me hubiese desvelado en la madrugada, a la hora justa en la que acabé de leerlo. Hoy era ya el día siguiente y todo parecía difuso. Pero en la cartera en la que llevaba mis papeles, sí estaba la Égloga que más tarde me iba a llevar al Oratorio de San Bernardino.


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