domingo, 15 de mayo de 2011

ELIA DESOLADA: NO HALLÉ COSA EN QUE PONER LOS OJOS...




                                                                                 Edificio derribado legalmente


                                                              Calle Selgas en su comienzo bajo el Ayuntamiento




La melancolía lluviosa del atardecer grisisucio,
la estoica recepción de las noticias tristes
que no me debían haber llegado nunca
por nuncios con paramento y gualdrapa,
los gritos de los pétreos ángeles bucinadores
ateridos del frío susto anómalo, pasmo en la voz,
las nulas noticias híspidas esperadas del ámbito
del momo, del niño que se burla del paseante
mientras la lengua fuera se convierte en mueca,
la estrepitosa soledad en que se quedan los tantos
edificios que enseñoreaban la ciudad y eran
objeto de contemplación absorta de los muchos
estetas que devanearon, elegantes con la lentitud
recta de los bueyes bajo el yugo, cámara en mano,
para detener ese instante de belleza prendida en
una voluta que se giraba, leve, lívida, sobre sí misma
e hilvanaba un sendero desde el capitel al azul
de la ortodoxa verdad celeste, la tristeza triste
que emboba aún a cuantos, en orfandad prevista,
han sido juguete de la violencia terrenal desatada,
todo eso, en una amalgama taciturna y salobre,
asoma a los ojos no asombrados ya por la mucha
experiencia que supone conocer la historia y amar
con delirio a esta Elia condenada a sufrir desde
antaño sed, incuria, desasosiego, avenidas seculares
de agua envanecida en barro telúrico, en llanto
candeal por el abrazo de la muerte rigurosa,
por el álgido sufrimiento sensible y riguroso en exceso
varado en cada esquina de lo que era ciudad hermosa,
objeto de contemplación, salmo deífero en el rezo
de los maitines, en el bisbiseo de la vieja beata
que increpa, moviendo los labios, como si hablara
con el inefable, la mala suerte advenediza, fatum
terrible, mientras que el fray de hosco sayal y cilicio
y la novicia se sumergen en la meditación de amor,
Dios que, una vez más, has permitido a la naturaleza
castigar a este mi habitáculo, al pueblo que estaba ya
antes necesitado de un cierto calor de padre, eso te
ascendía en oración como humo de incienso y petición
sabia, de un poco de pan, de todo el pan candeal
ansiado para cubrir ávida necesidad y saciar el hábito
de comer, endulzado con la miel y la canela, y el dátil
arábigo no ya como postre sabroso sino como condumio
de reyes en bocas necesitadas del pueblo sin saciar
desde la virtud de su existencia. ¿Por qué, pueblo mío
te han herido, pueblo laborioso, pueblo anhelante,
pueblo sombrío, pueblo lacerado en lo más hondo
de tu esencia, en lo más extremo de nuestro yo de
lorquinos? Ya no soy aquel que podía arrimar
la voz agreste a la voluntad de ser de nuevo. Ya no son
las misma fuerzas en cuerpo vivido, en tiempo de pan
llevar, en estela de sufragio. Yo sólo sé ahora mostrar
mi severo semblante que ya fue desolada sonrisa,
unir mi rogativa a la estela sinuosa que asciende,
votiva, a la altura prudente de la plegaria por si,
a partir de ahora, todo fuese más favorable, todo
fuese más propicio, siquiera sea por los desfavorecidos
que tampoco están ya entre nosotros, sufridos
perdedores de cuanto hace que un hombre, un pueblo,
levante con orgullo su cabeza y se sienta feliz
de habitar en lo que ahora es descampado inocente,
y antes fue Itálica famosa, muros de la patria mía.


                                     José Luis Molina


Domingo, 15 de mayo de 2011.



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