miércoles, 4 de mayo de 2011

LOS DÍAS DESDE LA CALA



Llevo, desde esta tarde, tratando de poner en orden esta entrada nueva. He estado en INIESTA (Cuenca) recogiendo un premio de Poesía que organiza el Ayuntamiento de esta Villa. Lo de "Villa" de "Iniesta" me cae mal por la cosa futbolera, pero la Villa de Iniesta es un agradable rincón castellano y algo manchego. Sólo puedo decir que me encontré cómodo, que me trataron bien y que de los elogios que hicieron de mi poema ganador es testigo Fernando Cuadrado que me llevó a esa Villa, con su esposa y con la mía. Lo pasamos bien, tanto que el año que viene pienso volver a recoger la revista en la que publican los poemas premiados, aunque, parece ser que por tradición, los que ganan repiten como jurado al año siguiente. No es el premio Adonais pero tampoco reniego de él, al contrario, me siento halagado. Gracias a Almudena y a Mari Carmen, las bibliotecarias que organizan el premio, y al alcalde de la localidad, Teodomiro Risueño, persona equilibrada y entregada a este tema cultural. He aquí el poema que me han premiado:



ÁNGELES DE LOS SENDEROS CON VERDES ALMAS DORMIDAS
                                                          

Castigo es el duro día reinante en este óvalo candente
como la grosura del muro bajo cuya sombra compartía
el mendrugo del medio día con la meditación solitaria.
A mi lado, vacío, el talego. Aquí, el báculo. Más allá la dorada mies.

Entonces, cuando el éxodo obligado, ardía
incandescente la espiga en el ara sacrílegamente impúdica
de la hecatombe. Sacerdote y hetera de dulce palabra,
tan bella que la voz mía al verla se detuvo muda, comían
del mismo ágape sagrado. El fuego, ya cisco y ceniza,
desmayado. La oración había estado mientras las volutas
cambiaban de airadas formas inquietas. Ahogaban
los murmullos los oferentes agobiados. Suplicaban,
tal vez incrédulos, la protección de los dioses viales,
mientras de viajeros hasta la hondura de la siega. Eran
íntimos días inciertos. En la mueca hosca de los labios
el hambre abundaba. Las mujeres amasaban la última
harina del costal y en la escondida vasija no brillaban
las monedas. Ni cobre costroso quedaba en el recoveco
del halda.

La casa entera al hombre volvía su faz, los ojos semi-
entornados.

Así aludido, cogí mis falces, bebí del amargo vino, miré
mi prole, ajusté mi calzón y salí al camino severo.
                                                    Tampoco el perro acudió.
Bajo la higuera borde jadeaba. Era excesivo el calor.
Quise bendecir con un adiós el poblado. Vuelta
la mirada, sólo hallé escuálidos hombres lívidos
a la puerta de sus endebles chozas. Oteé el horizonte.
Desde allá escuché sus gemidos.

¿A quién el hado depararía próspero regreso?
¿Qué cobertizo visitaría el ángel del licor oscuro
en el largo trecho de la siega en ajena sementera?
¿Quién sobreviviría a la estación del agosto podrido?
Agité mi cabeza ante los malos presagios presentidos.
Éramos como palomas en desbandada ante la tanta
escasez de agua, légamo en el lecho del río, barro
en las manos desolladas por la búsqueda de una sola
pobre gota que gozar. Ante tanta tristeza, alzamos los pies
e iniciamos camino ardoroso mientras dejábamos atrás días
menos adversos, cuando las hojas recién brotadas eran
murmullo de cochura candeal, promesa para nuestras arcas,
hilos para la rueca, lecho de amor esclarecido y humano.

Pacienzudo, recompuse el hato, el último bocado en el fondo,
aquí la navaja, aparte la cebolla. Nada más hace falta para
morir la vida que tomo cada mañana como un regalo de los
desfavorables dioses. Cierro los ojos para oír cómo me llega
el sueño que viene siempre plañidero, ayes sentidos que
quieren componer cánticos menesterosos.

                                               Sí, entorno los ojos para olvidar
el cansancio y por si acaso hubiese ventura mientras la piedra
del ruinoso muro araña mi espalda endurecida por los años
y los turbio sucesos de mi malhadada vida.

Llega con presura el preste.
Hileras de penitentes salmodian un miserere que golpea el silencio
sólo roto por el tímido vuelo de la paloma inocente. Hora  sexta.
La muerte hace dichoso el tiempo de vida concedido en demasía.
No por ello conlleva daño su demora. Inconsecuencia sería:
si la muerte está, yo ya no soy, anuncia el presbítero. Así
concebida, parece descanso de los males, arguyo. Mas proceso es
a la clepsidra ser viajero en movimiento.
                                                           El escribano toma su pluma.
La última voluntad es el gozo del día, que mañana Dios dirá
Oír la campana. Eso también. Y percibir un sonido amable,
                        como tronchar la yegua barrujos,
soñar una mariposa en la enramada, delirar ante la noria
que pone agua en la aceña, imitar el agorero ladrido del can
mientras el viajero llega por vereda sin luces ni sombras.
Nada de esto me es dado. Cierro eternamente mi mirada.

A la puesta del sol, alguien conocido me tiende su mano.
-¡Ah, hija! ¡Qué cerca estaba la casa y no encontraba
su puerta desvencijada, anuncio de la herrumbre ruinosa!

Vacié mis bolsillos repletos. Monedas contra el rocío del suelo.
¡Quitaos el hambre maldita!, grité casi en silencio. La tarde
se hizo fiesta y habitó entre nosotros. Los dioses propicios
mantuvieron mi casa completa. Loados sean para siempre.


Ilustraciones:  (c) Ayuntamiento de Iniesta

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