lunes, 16 de mayo de 2011

LA MÚSICA


En los atardeceres de invierno, dos o tres veces al mas, los miembros de la sociedad de conciertos, como conjurados románticos, iban hacia el teatro por las calles ya encendidas, en dirección contraria a los que borrosamente volvían del trabajo a sus casas. El viejo y destartalado coliseo iluminaba su decorado rojo y oro, enguirnaldándose con esa extraña flor o fruto que es la faz humana, indiferentes estas en su mayoría, curiosas otras, expectantes algunas.
Allí oí por vez primera a Bach y a Mozart; allí reveló la música a mi sentido su pure délice sans chemin (como dice el verso de Mallarmé, a quien yo leía entonces), aprendiendo lo que para el pesado ser humano es una forma equivalente del vuelo, que su naturaleza le niega. Siendo joven, bastante tímido y demasiado apasionado, lo que le pedía a la música eran alas para escapar de aquellas gentes extrañas que me rodeaban, de las costumbres extrañas que me imponían, y quien sabe si hasta de mí mismo.
Pero a la música hay que aproximarse con mayor pureza, y sólo desea en ella lo que ella puede darnos: embeleso contemplativo. En un rincón de la sala, fijos los ojos en un punto luminoso, quedaba absorto escuchándola, tal quien contempla el mar. Su armonioso ir y venir, su centelleo multiforme, eran tal ola que que desalojasen las almas de los hombres. Y tal ola que nos alzara desde la vida a la muerte, era dulce perderse en ella, acunándolos hacia la región última del olvido.


(Luis Cernuda. De OCNOS)

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